EDIPO OAXAQUEÑO
Moisés MOLINA
“Vasconcelos fue uno de esos hombres que dejan
cicatrices de fuego en la conciencia de nuestro México”
Carlos Pellicer.
Dos hombres hay, a quienes la historia oficial de Oaxaca (si es que por lo menos esta existe), les ha quedado a deber: Ricardo Flores Magón y José Vasconcelos. Pareciera que contrario a lo que debiera ser vocación de nuestros gobiernos se ha hecho lo posible por mantenerlos opacos, translúcidos entre tormentas de arena en el recuerdo colectivo. En no muy reciente remodelación, los bustos de sendos oaxaqueños fueron, sin explicación, retirados por la entonces autoridad municipal de la plazuela del Carmen Alto y nunca más aparecieron. De esto da fe el Cronista de nuestra ciudad capital. El 30 de junio conmemoramos medio siglo de ausencia física del “Maestro de América” y se realizó un incipiente bloque de actividades que, por salud histórica, debe continuar y fortalecerse en años subsecuentes. Alguien, acaso Jorge Machorro, tal vez Rubén Vasconcelos Beltrán (descendiente directo de don José), tuvo la feliz iniciativa de “hacer algo” para recordarlo. La grandeza de Vasconcelos es innegable. Lo dicen propios y extraños, mexicanos de hoy y de ayer, casi tan grandes como él. Mariano Azuela escribió: “Las facetas de su compleja personalidad irradian luz en direcciones múltiples: abogado y filósofo; místico y político, escritor y maestro, es, sin disputa la figura intelectual y humana más interesante que ha producido México”. Nacido en 1882, un 27 de febrero en la entonces calle de la cochinilla, Vasconcelos era hijo de una mujer de abolengo profundamente religiosa y de un hombre de modesta cuna, sin embargo muy trabajador: Carmen Calderón e Ignacio Vasconcelos. Destellos autobiográficos en Ulises Criollo delatan el incontrolable apego que el niño José tenía hacia su madre. Fue su primer gran amor, el más grande. Solo seis años disfrutó el prohombre su ciudad natal. El nuevo empleo del padre como agente aduanal hacía habituales los viajes y cambios de residencia. Primero fue Piedras Negras en 1888 y posteriormente Campeche y Toluca. Eagle Pass fue el colegio que desde la frontera cimentó en José el espíritu nacionalista; la versión estadounidense de la historia de México y en especial lo tocante a pérdida de nuestro territorio en la medianía del siglo XIX lo marcaron para siempre. Después vino el Instituto Campechano, la gloriosa Escuela Nacional Preparatoria en 1899 y en 1901 la escuela de jurisprudencia de la Ciudad de México. El tema de su tesis, alejado de la ortodoxia académica reinante: “Teoría Dinámica del derecho” con la que se recibe a los 23 años. El resto de su vida es ya, ampliamente conocido. “Ulises criollo”, “la tormenta”, “el proconsulado” y “el desastre” conforman la tetralogía que mejor lo define. Volcánico, contradictorio, incongruente por momentos. “Debe decirse que no se escriben biografías de José Vasconcelos, más bien se evoca al personaje, se piensa al filósofo, se charla con el intelectual,, se lee al escritor y al mismo tiempo se conoce al hombre de carne y hueso con tal familiaridad, que el lector puede tocarlo con los ojos como si fueran manos” dice Pilar Torres. Vasconcelos fue el primer Secretario de Educación Pública en México y uno de los más grandes rectores que nuestra Universidad Nacional ha tenido; a nadie más que él debe su lema “por mi raza hablará el espíritu”. Si con un apelativo tendríamos que quedarnos, sería el de Maestro. Sus misiones culturales, la reedición de los clásicos, sus “lecturas clásicas para niños”, su papel en la fundación del Colegio Nacional y la huella que dejó en el “Ateneo de la Juventud” nos autorizan a sostenerlo. “Libertador y maestro son sinónimos, por eso los pueblos libres veneran a sus maestros y se preocupan por el adelanto de sus escuelas” dejó dicho el propio Vasconcelos, al propio tiempo que recordaba: “No se puede enseñar a leer, sin dar qué leer”; Toda su vida adulta estuvo rodeado de jóvenes. La fe era recíproca. La energía de los jóvenes le seducía y su vocación magisterial seducía a las juventudes; su lucha presidencial de 1929 la colmaron los jóvenes y jamás pudo romperse ese vínculo. “Nadie podrá detener el impulso de una juventud unida y activa, generosa y libre”, les recordaba. En el prólogo de una de las biografías más extraordinarias sobre él escritas, autoría de Javier Cárdenas Noriega, Alejandro Gómez Arias, otro oaxaqueño ilustre, comentó: “Quienes lo siguieron vieron en Vasconcelos la posibilidad de realizar un ideal impreciso pero vital y altivo: el de la política pensada como ética, como sabiduría, es decir, como la síntesis de aquellos días, como obra de arte”. Y es que la filosofía con todas sus ramas desde la estética hasta la ética era el sello de su personalidad y probablemente la causa de sus tormentos y sus derroteros. Tal vez al Vasconcelos más volcánico lo tenemos en el plano de las pasiones carnales. La muerte de Adriana, su esposa y su inocultable fascinación por Antonieta Rivas Mercado explicaban su desequilibrio. De Vasconcelos era el arma con que Antonieta decidiera quitarse la vida en la catedral de París. “La de Vasconcelos es la vida de un místico; pero de un místico que busca contacto con la divinidad a través de las pasiones sensuales. Su camino a Dios no es la abstinencia, no es la renunciación de mundo. Por el contrario, tal parece que en dios no encuentra sino una representación adecuada de sus emociones desorbitadas y soberbias que no admiten que pertenecen a un ser hecho de carne mortal”; era la opinión de otro “contemporáneo”: Jorge Cuesta. José Vasconcelos era la pieza que sobraba en el rompecabezas del positivismo como filosofía del régimen porfiriano. Gabino Barreda había hecho, por mandato de Porfirio Díaz, de los estudiantes de México una comuna de herederos de sus construcciones epistemológicas. Quería científicos, no humanistas. Era una precondición para el “orden y progreso” que el joven Vasconcelos no aceptaba. En palabras del propio Gómez Arias, Vasconcelos “era el rebelde del Ateneo, el heterodoxo contra las ideas políticas, filosóficas y educativas que formaron el cuadro ideológico de régimen porfiriano. Era el defensor de la razón contra la locura, de la civilización contra la barbarie”. A cincuenta años de su partida, sigue entre nosotros. Por eso es uno de esos hombres, (mexicanos eminentes, diría Krauze) que dejan cicatrices de fuego en la conciencia de nuestro querido México.
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