En sus “Elementi di Scienza Política”, resumido y popularizado en nuestras librerías bajo el título de “La clase política”, Gaetano Mosca nos brinda un análisis histórico de las formas de organización política por las que ha atravesado la humanidad poniendo especial énfasis en sus gobernantes. Durante su explicación de lo que él denomina “Estado Helénico” (aquel que brilló en Grecia desde el inicio del siglo V y hasta el final del IV, antes de Cristo) se lee una fatal reflexión que bien vale la pena traer a nuestros días:
“La falta de una burocracia regular y de un cuerpo de policía permanente encargado de la ejecución de las leyes, hacía necesario que entre la mayoría de los ciudadanos fuera muy poderoso el sentido de la legalidad y el espíritu de sacrificio de los intereses individuales en provecho del interés público, virtudes que eran inculcadas y celebradas en todos a través de la educación.”
No era extraño, entonces, que para Platón y Aristóteles la educación de las generaciones jóvenes, que desde ese tiempo era una de las funciones del gobierno, fuera sinceramente mucho más que retórica.
El problema de los “rechazados” de las universidades se ha vuelto cíclico en nuestro tiempo. Cada periodo de ingreso a las escuelas de educación superior entra a la “agenda setting”. Cientos o decenas (en el caso de algunos estados) de jóvenes se movilizan exigiendo espacios en las escuelas que les negaron el ingreso a estudiar alguna carrera. De seguir esto así, tendremos a la vuelta de la esquina, jóvenes exigiendo en la calles y ante los medios, su ingreso a las escuelas de educación media superior que sufren o contienen con más o menos éxito, desde hace ya varios años, el mismo problema: el sobrecupo.
Aparece una nueva dialéctica, donde las dos partes tienen algo de razón. Por un lado, una educación de calidad es imposible en el hacinamiento. Me encontré con la Revista “Docencia”, una publicación chilena de pedagogía, que categórica limita a 36, el número de alumnos por clase. Aunque no existe uniformidad en el criterio, elementos importantísimos en el proceso de enseñanza como la eficaz comunicación catedrático-alumno, con todo lo que ella implica, pasan para su éxito, por el número de alumnos, el tamaño del aula y el tiempo de clase.
Yo mismo recuerdo aquellas mañanas previas a la primera clase, cuando en la Facultad de derecho de la UABJO la disputa por las butacas se daba sin cuartel y al final algunos tenían que tomar la clase de pie o en algún espacio disponible en el piso. La mayoría de mis maestros fueron excelentes, pero las condiciones en que afrontábamos las clases confirmaban la voz común por aquellos días: “En la UABJO, el que quiere aprende” o aquella otra: “de la UABJO salen los peores, pero también los mejores”.
Por el otro lado, no hay argumento que yo haya encontrado válido para dejar a un joven sin educación en México; ni la pobreza, ni la mala formación previa debían ser motivos. De lo contrario que se modifique la constitución y se le excluya al menos, a la educación, de la parte dogmática. Que ya no sea parte de las garantías individuales o que se suprima el enunciado que abre el artículo 3º: “Todo individuo tiene derecho a recibir educación”.
De por sí, la educación ya no es tan laica, ni tan gratuita. Y aún a pesar de no ser educación que imparta el Estado, la universitaria cuenta constitucionalmente con la promoción y la atención por parte del Estado Mexicano.
El tema pasa por la famosa autonomía universitaria que implica su autogobieno. Como siempre, el problema es de dinero. Sin dinero no hay espacios físicos (que además tienen que ser de calidad), ni personal calificado para afrontar la demanda de aprendizaje.
Son ocho mil los “rechazados” de la UABJO este año; y en el caso de la UNAM, la cifra mueve al azoramiento: de los 126 mil 753 estudiantes que presentaron el examen de selección para ingresar a alguna de las más de 100 carreras que ofrece, sólo fueron seleccionados 10 mil 916, equivalentes a 8.6 por ciento. 9 de cada diez no fueron admitidos.
Es un tema, para nada sencillo, que no se resolverá sin dinero. La solución tampoco está en los grupos políticos formados en torno a este problema en forma de uniones o frentes estudiantiles. No dudamos de la buena fe de algunos de ellos, pero el juicio de la ciudadanía es mayoritariamente negativo derivado de la violencia de sus acciones. No pueden ganar legitimidad aunque le legitimidad de sus demandas esté fuera de toda duda, grupos que salen a las calles a dañar el patrimonio cultural o la propiedad privada. Las capuchas y los botes de pintura en aerosol son el peor enemigo de este tipo de organizaciones que dicen ir contra el porrismo, pero terminan comportándose exactamente igual y se quedan por ello, sin el necesario respaldo social.
La ciudadanía queda en medio, indispuesta de apoyar a los menos peores. Un problema de dinámica poblacional no puede verse fácilmente. No hay donde meterlos y por si poco fuera, la mayoría quieren estudiar carreras históricamente saturadas y para las cuales, no hay prácticamente futuro laboral posible.
México está importando soldadores coreanos, por solo citar un ejemplo, irrisorio – si usted, amable lector- quiere verlo así. Pero si un joven quiere estudiar la licenciatura en derecho, ni el mismo presidente de la república puede hacer nada al respecto. Es su derecho, es su deseo y puede que hasta su vocación. No se puede obligar a nadie a estudiar algo que no quiere, aunque no tenga razones de peso para estudiar eso en lo cual se empecina.
No quiero seguir abusando del espacio. Solo diré que únicamente nos queda reflexionar. Integrar esta preocupación a nuestra conciencia cívica. Estar al pendiente como sociedad de su desarrollo y seguir generando opinión.
Ojalá de la nueva reforma fiscal y hacendaria en puerta, de entre todo lo malo que pudiera tener, salga al menos, dinero para las universidades. Ojo, para las universidades, no para sus rectores ni sus funcionarios. A ellos también hay que tenerlos bien vigilados. Lo peor que podríamos hacer es permanecer apáticos, indiferentes. Estar al pendiente y opinar, es participación, es ciudadanía.
Cierro con Bobbio: “…El primer problema que se le presenta es el relativo a las calidades que hacen falta para formar parte de una determinada clase política… Mosca ambicionaba un Estado en el cual la cultura pudiese constituir el carácter distintivo de la clase política del futuro”.
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