DISCURSO A ANDRÉS HENESTROSA
Moisés MOLINA
En el año de 1903, en el trigésimo tercer aniversario luctuoso de Benito Juárez, “el príncipe de la palabra” Jesús Urueta, pronunció un discurso cuyo inicio podemos dedicar perfectamente hoy a Don Andrés Henestrosa:
“No vestiré mi discurso con los luengos ropajes de las graves oraciones fúnebres, esta no es una fecha de duelo colectivo, sino de universal regocijo… el día de hoy no debe entenderse como el día de la muerte, por que el día de hoy, es el día de la resurrección”
Amigas y amigos:
Y una vez más volví al indio mexicano monolingüe. Hasta en tanto no hable el español, será ajeno a su vecino que solo hable el español. Mientras no hablemos todos una lengua común, México estará por hacerse. Y es que el idioma es –dijo Don Miguel de Unamuno- la sangre del espíritu. El idioma es la otra sangre de las venas.
“La lengua es la Patria” es el nombre del texto escrito por el maestro Henestrosa hace algunos ayeres, del que robé las palabras con que inicié este discurso. Decidí hacerlo así, porque considero que si sólo una enseñanza se me permitiera conservar, entre las muchas que Don Andrés nos ha legado y las muchas que sin duda están por venir de su sabia pluma, me quedaría con el ejemplar deseo de que todas las mujeres y todos los hombres de este país nos hermanáramos, sin demérito de la conservación y fortalecimiento de la lengua materna, si se es indígena, en la lengua de Castilla, en el idioma castellano. Me quedaría con el ejemplar deseo implícito, aunque no anunciado, de la castellanización plena de los mexicanos, como primer paso para poder vernos y tratarnos, de una vez por todas, como iguales.
Señoras y Señores:
Hoy nos hace coincidir, en este jirón de la patria, un oaxaqueño ejemplar, de San Francisco Ixhuatán; mexicano universal que no necesita estatuas, por que don Andrés, dicho sea con todo respeto, es un bronce y un mármol viviente; un personaje que sigue despertando en jóvenes y adultos el orgullo de ser oaxaqueños. Andrés Henestrosa es un hombre de luces, es un representante genuino de la profundidad de pensamiento de nuestra tierra.
Cuentan que hasta la edad de quince años, nuestro homenajeado, ignoraba el castellano, y eran el zapoteco y el huave, el material de sus pensamientos y de sus sueños. Cuentan que en su casa en Ixhuatán solo existían dos libros, uno en prosa y uno en verso. Cuentan que Don Andrés, nunca quiso separarse de su madre, hasta el año de 1922.
“Allí en la estación se quedaba mi madre para volver sola, a caballo, al pueblo. Al finalizar aquel año de 22, salí para la capital de México. Mientras llegaba el tren, aconsejaba y acariciaba mis cabellos rebeldes, que por primera vez peinaba y se empeñaba en domesticarlos con un pequeño peine. Silbó el tren. Me monté a él y estoy seguro que lloró aquella noche todas las lágrimas que ante mi contuvo. Estoy seguro, porque yo me siento anclado, como una pequeña embarcación, a un río de llanto”.
Este era un pedazo de vida, convertido en un pedazo de novela, un fragmento de autobiografía. Una ínsula de amor filial que hizo de “El retrato de mi madre” una de las más grandes narraciones jamás escritas en la lengua de Cervantes.
“Cuando uno –dijo Efraín Bartolomé, laureado poeta chiapaneco, en uno de tantos homenajes al maestro Henestrosa en Coahuila—, cuando uno pasa los ojos por “El Retrato de mi madre”, comprueba que su prosa huele a pan recién hecho, sabe a lo que sabe la maravilla, nutre cuerpo y espíritu y está al margen del tiempo: no envejece, no se enmohece, no pierde propiedades”. La pudieron leer los contemporáneos del poeta y la encuentran deliciosa. La leemos las mujeres y los hombres de diez generaciones posteriores y la encontramos igual. Nos sabe a lo mismo, “a lo que sabe la maravilla”. Quien mejor que Octavio Paz para emitir un juicio autorizado: “Las de Henestrosa, -dejó dicho- son páginas que no tienen una sola arruga.”.
Ello mismo podemos advertir en “los hombres que dispersó la danza” de 1929, excelente tributo a nuestros cuentos y leyendas, obra inspiradora del premio nacional de cuento, mito y leyenda que lleva el nombre de nuestro querido maestro; en “divagario”; en “agua del tiempo”; en “los caminos de Juárez”, lo mismo que en el prólogo de una de las biografías más extraordinarias de todos los tiempos acerca del primer presidente indio de toda la América Latina: “Juárez y su México” de Ralph Roeder.
Hoy orgullosamente participamos en este homenaje que el pueblo de Oaxaca rinde a uno de los hombres que han sabido estar a la altura de su historia, a quien fonetizó la lengua zapoteca, preparó su alfabeto y además un breve diccionario; a quien ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua desde 1964; a quien ha escrito más de 18 000 páginas, incluyendo notas periodísticas, en más de 70 años de trabajo; a quien fue catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México y la Escuela Normal Superior de Maestros, durante 40 años.
Acudimos llenos de emoción a reconocer la trayectoria y la obra de quien, como él mismo dijo alguna ocasión refiriéndose a Ignacio Manuel Altamirano, es “un indio con alma de griego” y de quien “ha luchado por ser un hombre y un escritor”, palabras con las que algún día, él mismo, se refirió a Octavio Paz; de quien nos ha enseñado a través de esas páginas inmarcesibles, sin tiempo y sin edad, que el hombre como el labrador, se labra mientras labra, que la historia es cultura y la cultura es continuidad, que en el hombre nuevo, no muere el hombre viejo, que pocos pueblos hay como el mexicano, que más confíe en la virtud redentora del alfabeto, de la letra, del libro, de la escuela y de la biblioteca; del hombre que le dijo a un presidente de la república que diera al mexicano libros y bibliotecas y la redención le vendría por añadidura.
A escasos días del 30 de noviembre, fecha de su cumpleaños los jóvenes le decimos: felicidades maestro y gracias por todo lo que ha hecho por nosotros y por nuestro pueblo. En nuestras memorias ocupará por siempre un lugar especial aquella imagen que con maestría Ricardo Garibay nos dejó inmortalizada en palabras: “este hombre de pasos duros y aire caminero, de labios infantiles y ojos sonrientes, que vive entre violentas flaquezas y virtudes, dispuesto a todo horror y enamorado del Sermón de la montaña”.
Este hombre se llama Andrés Henestrosa.
Muchas gracias.
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