viernes, 14 de junio de 2013
¿CHIVO, LOBO, GATO O GORDO? NUESTROS CANDIDATOS Y SUS APODOS
“- ¿Buscan ustedes tesoros?
-No, señor, nosotros no. ¿Y usted?
-No. Yo tampoco. Yo soy más modesto. Yo busco apodos, reúno apodos. Yo no me meto con nadie”.
C. J Cela
¿Quién de nosotros no ha puesto un apodo? O al menos ¿Quién de nosotros no conoce alguien que sea más conocido por su apodo que por su nombre?
Muchos de ustedes- amables lectores- no lo saben aún. Las boletas electorales que tendremos frente a nosotros el próximo 7 de julio contendrán, apodos. Sí, como lo lee: apodos, alias, motes, sobrenombres o como usted les quiera llamar; y además hipocorísticos que, según los conocedores, no son lo mismo, de algunos candidatos a cargos de elección popular en disputa en todo el país y –desde luego- en Oaxaca.
Las autoridades electorales de diversos estados del país han aprobado esta medida, derivado todo al parecer, del criterio que la magistrada Maria del Carmen Alanis Figueroa sostuvo en un proyecto de sentencia en mayo de 2012 respecto de la resolución del IFE que autorizba que siete sobrenombres de igual número de candidatos a diputados federales aparecieran en las boletas para esa elección: “incluir en la boleta elementos adicionales que permitan la mejor identificación de los candidatos para los electores”.
¿Cuál parece ser la justificación de fondo abrazada por los mismos candidatos? Que los electores no los conocen si no es por el apodo. Los nombres pasan a segundo término y es el “alias” la palabra clave, el password, el N.I.P del elector a la hora de elegir. Los apodos parecieran devenir en un candado de seguridad para que los votantes no confundan el sentido de su voto.
Lo anterior tendría pleno sentido si para el cargo en cuestión estuvieran compitiendo dos o más homónimos; con el mismo nombre propio, por lo menos. Pero no es el caso. Más bien parece un asunto de publicidad. Frente a lo convencional y aburrido de los nombres y los apellidos, el votante del siglo XXI (desinformado, apático, perezoso, desdeñoso, deficitario de ciudadanía) necesita un plus, un artilugio a manera de incentivo que le una, así sea por mera simpatía o diversión, con el candidato.
Ante este panorama sí importa que la gente frente a la boleta sepa quién es su candidato, aunque los nombres y los apellidos no le digan nada o muy poco.
¿Qué representa el hecho de que un candidato sea más conocido por su apodo que por su nombre? Para algunos, nada; para otros tantos, mucho.
En sus apuntes, L. A Gómez Macker le atribuye al apodo una importancia sociocultural de “identificación” : “El sobrenombre es una variedad de nombre propio que cumple un importante rol sociocultural favoreciendo una identificación más realista de las personas y estableciendo vínculos especiales entre los individuos que los poseen y que los usan”.
Ramiro Mc Donald por su parte hace notar la preminencia del físico como referencia central de los motes: “… busca distinguir a alguien por alguna cualidad o un defecto visible de su cuerpo, pero también puede ser utilizado como un recurso de comicidad o burla” y patentiza el término acuñado por Giddens de “sociología del cuerpo”.
Las elecciones se ganan con votos, no con propuestas, ni con virtudes, cualidades o trayectorias. El voto es la moneda de cambio en el mercado de la democracia electoral, cuyos emporios son las elecciones. A la hora de votar -piensa el candidato- no importan sus propuestas (buenas o malas; las tenga o no), no importan los principios que su partido postule en sus documentos básicos, no importa referencia alguna sobre su persona que al elector le de garantía de buena gestión una vez que sea gobernador, presidente municipal o diputado. Le interesa que aún sin conocerle y sin el más mínimo vestigio de cultura política, sea referente de simpatía.
Desde mi punto de vista, el interés de que independientemente de su nombre (eso es lo de menos) aparezca en la boleta electoral su apodo, denota un mezquino interés por un voto de mera simpatía, como si se tratara de elegir al rey feo o a la reina de la primavera y no a alguien en cuyas manos estará el destino de la problemática social.
Los candidatos o sus asesores saben que el común de la gente desprecia a los políticos y ellos son políticos; y creen que un apodo es un medio eficaz de acercarse a la gente y alegarse de los políticos.
Hay de apodos a apodos. Este año, en Baja California, por ejemplo, votarán por “Kiko” Vega para gobernador, por “Paty Ramírez” para presidenta municipal de Tecate, por “Paco Baraza” y “Rosy Peralta” para diputados locales; en Durango votarán por “Aly”, “Maky”, “Mayo” y “Manolo” ; “Anilu” y Marijose” en Veracruz; en Tamaulipas por “Pepe Elías”, “Chuchín” y Jesús María Moreno “El Chuma”; mientras que en Oaxaca, nuestro kafkiano Oaxaca, tendremos en las boletas cosas tan inverosímiles como: “El Gato”, “El chivo”, “Lobo Mayor”, “El gordo Sacre” y “Mi amigo el wicho”.
Así es que si usted –amable lector- piensa en un futuro ser postulado como candidato, seleccione bien su apodo. Al cabo la autoridad electoral –que tampoco está exenta de apodos entre sus directivos- le autorizará en la boleta el que usted le pida. Puede usted aparecer como “El Bunbury”, “El Luis Miguel”, “El conan”, “El Iron Man”, “Sex Machine” o como cualquier epónimo de sus alter ego. Lo conozcan o no por esos sobrenombres, podrá darle sin mayores objeciones de quienes deciden en el IEEPCO, un festín a su ego. ¿Qué apodo elige? Váyalo pensando…
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